viernes, 16 de abril de 2010

JOSÉ HiERRO: El esclavo más libre ( II )


José Hierro (Primero por la derecha) en 1991 (Manuel López Azorín, primero por la izquierda)

NOTA: segunda parte de este texto, dividido en tres partes, que escribí en 1992 para y sobre José Hierro


Memoria poética: II

Se suceden los años, José Hierro, y tú sigues huyendo con tu inseguridad y tus certezas, con tus contradicciones, con tu miedo y tu desamparo, quedan atrás las alucinaciones, el viento arrastra piedras, alegrías, te persiguen inmóviles estatuas, cuanto sabes de ti te derrumba por dentro (y te remonta) mientras sigues el curso de los días de sombras y los días de sueños y de alucinaciones escapando del tedio de trabajos forzados. Se suceden los años, como nubes de lluvia sobre el licor de yerbas que aromatiza las palabras, todas, sin estorbar por ello a las ideas que ascienden y descienden de la luz a la sombra de las vacilaciones en el rincón oscuro del yo que te conoce. Se suceden los años y tú sigues huyendo, con una interminable prisa, y preservándote, con una tosquedad aparentada, muro que salva, que guarda, que detiene, frente al temor de darte, a todo aquel que pretende acercarse hasta tu reino de cetro sin corona donde te eriges rey del sueño y de la nada.

Se suceden los años. Tú y yo nos conocemos, que nos presenta Claudio; pero tú, tan curtido, tan duro, tan seco, tan esquivo, tan huidizo, de categórica palabra y gesto imprevisible, esa fue mi primera impresión al conocerte, me impediste acercarme, por temor a tu actitud, a tu gesto José Hierro. Cuando al cabo de un tiempo de habernos conocido, quizá tres o cuatro años, no recuerdo pero sabes que fue dos o tres años antes de jubilarte de RNE. Hablábamos de Nocturno, un poema de bruma, de misterio que emociona y extraña: El álamo bajo el águila / la pesadumbre… y de repente tus ojos se iluminaron y aquel muro establecido por ti, tal vez para preservarte de tanto desamparo y tanto miedo, se abrió y me dejaste entrar, sin saber cómo, en el recinto aquel donde te ocultas siempre, incluso de ti mismo.

Tiempo después me cuentas que este libro será reeditado, en edición de Dionisio Cañas, y que yo tendré uno cuando salga a la calle. Y salió a las librerías y yo lo compré porque tú te olvidaste de que yo lo tuviera, promesa no cumplida, y no quise que me dibujases en él unas palabras (luego, más tarde, años más tarde, plasmaste un árbol muy frondoso y dos dedicatorias en diferentes fechas. Tenía que haber puesto fecha del 86 – dijiste – No, si olvidaste entonces, mejor la fecha de ahora. Siempre me gustó ese libro, no sabía por qué, algunos poemas eran un autentico misterio de bruma, de niebla, de onírica, mágica irrealidad: Nocturno, Alucinación en Salamanca… y también estaban Los andaluces, Mis hijos me traen flores de plástico y, sobre todo, Historia para muchachos que comenzaba (y comienza) así: Dicen: “Ese señor / habla tan sólo de sí mismo. / Pasa – dicen – cegado, / sin ver lo que sucede alrededor”.

Pura alucinación, fingimiento de la verdad para contar lo cierto, porque tras acceder ese muro de sempiterna huida, esquivez, prisa, remordimiento, miedo… tras superar el muro alto e inhóspito de tu yo más personal, ese que, a veces, ni tú mismo (ni nadie) conoces bien, me encontré que aquella gran aspereza de membrillo, dejaba paso a un hombre tierno, sentimental, inseguro, dubitativo, desamparado, frágil, delicado, dulce y necesitado, como todos, de atención y de afecto, sí tú, Pepe Hierro. Esa era la otra cara de la moneda humana que muy pocos, muy pocos, llegaron a conocer a fondo.

Mis hijos me traen flores de plástico (Fragmentos)

Os enseñé muy pocas cosas. / (Se hacen proyectos…, se imagina…, se sueña… / La realidad es diferente.) Pocas cosas / os enseñé: a adorar el mar; / a sentir la alegría de ver vivir a un animal minúsculo; / a interpretar las palabras del viento; / a conocer los árboles, no por sus frutos: / por sus hojas y por su rumor; / a respetar a los que dejan / su soledad en unos versos, unos colores, unas notas / o tantas otras formas de locura admirable; / a los que se equivocan con el alma. (…)

Febrero llueve sobre el cementerio. / Es una tarde de domingo. Gris / es todo. Hemos venido a enterrar a una criatura / tierna y absurda. Un ser que tal vez soñaría / con la inmortalidad. Trazaba rayas / sobre una plancha de metal, la mordía con ácidos… / Así evocaba a sus demonios, daba fe de su vida, / escribía sus sueños… (Humildemente / dejó pasar sus días. Sin fuego transcurrieron.) / Un pobre ser que ya descansa. (…)

Tarde se aprende lo sencillo. / Lo sabréis cuando un río de espanto se desboque/ y arrastre vuestra luz, y la sepulte sin remedio. / (…)

Tarde se aprende lo sencillo. / Tarde se encuentra la hermosura. No aquella de los ojos / mortales, la del mundo. No puedo hacer que lo entendáis. / Necesario sería que ahora estuvieseis aquí abajo / y que vieseis a vuestros hijos llegar entre las tumbas, / bajo la lluvia, y dejar su perfume y su presencia / en las tibias, alegres, inmortales / – más hermosas en vuestras manos que las del bosque – / flores de plástico.


José Hierro
De: Libro de las alucinaciones

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