Rafael Escobar Sánchez: Todo el mundo debería ser apedreado
Rafael Escobar Sánchez |
En la última ocasión que coincidimos para fallar un premio (no este, otro) Joaquín me trajo los últimos premiados que habían sido ya publicados en la Colección Melibea (los de 2009 y 2010). El primero de ellos cronológicamente pertenecía a un joven conquense llamado Rafael Escobar Sánchez y el libro merecedor del Premio de Poesía Joaquín Benito de Lucas, tenía un título que, cuando menos, invitaba a ser leído: Todo el mundo debería ser apedreado. Y eso hice.
Comencé por saber que este joven y novel poeta es natural de Belmonte (Cuenca), que está Licenciado en Filología Hispánica por la Universidad de Castilla la Mancha y que, desde 2003, anda trabajando como profesor de Enseñanza Secundaria. En la actualidad en el IES Jorge Manrique de Motilla del Palancar. Asimismo he sabido que en 2005 ganó el Primer Premio del Certamen de Jóvenes Artistas de Castilla-La Mancha en la modalidad de poesía. También que ha sido seleccionado para la antología de joven poesía manchega Inmaduros de Jesús Maroto, y que ha publicado poemas en varias revistas literarias como la prestigiosa revista Turia.
Leí los veintitantos poemas que componen el libro y sentí los ecos de algunos poetas y escritores americanos como Raymond Carver, cuando contaba lo esencial, despojando la poesía de elementos que no fueran necesarios… pero en este libro, sin embargo, veía esto envuelto en un lenguaje más ornamental, mas recargado.
He visto en este libro la utilización de elementos mínimos, básicos, para contar historias, como los minimalistas, cotidianas en cuanto a hablarnos de lo esencial, lo básico, no en el lenguaje, cotidianas sí,pero que trasmiten emociones intensas en un tono coloquial y me ha recordado también al escritor británico afincado en España Roger Wolf aunque con un lenguaje más barroco.
Me ha recordado, en suma, al llamado realismo sucio (un realismo enmascarado que trata de ocultar, sin conseguirlo, naturalmente supongo que a propósito, una fragilidad que, a mi juicio, hace que el libro crezca y que el lector se identifique con esa honda manera de mostrar un fondo nada emparentado con el llamado realismo sucio sino con esa fragilidad a la que me refiero), todo ello con un lenguaje más elaborado y al mismo tiempo con ecos de la poesía de Jaime Gil de Biedma.
Pero, además de contarnos y cantarnos un mundo mal hecho, imperfecto, donde prima y se abraza al escepticismo, y el perdedor se alza en protagonista…he visto cómo la tradición le sirve a Rafael Escobar Sánchez para ofrecernos este poema contundente y con intimismo, descarnado, reflexivo y, seguramente autobiográfico, donde nos confiesa que : supe de mí que ya sería tirando a insociable, /sentimentalmente montaraz, / que perdería los epicentros de mi vida solo en recintos abrasados / mientras adentro me medía con el navajazo de los instintos.
El título de este libro Todo el mundo debería ser apedreado, me recuerda a una canción aunque no recuerdo cual. Pero no importa, lo que sí importa, me parece a mí, es comprobar que tras la dureza de este “aparente realismo sucio” existe un trasfondo de gran fragilidad. Fragilidad que destaca, y muy bien, el poeta Miguel Ángel Curiel, que en la solapa de este libro nos dice: Un título violento para un libro frágil, de honda fragilidad: puro cristal, a veces ahumado para ver el eclipse y otras transparente para ver la vida. El autor, como el cristal, se rompe en cientos de pedazos: (…) La realidad se rompe en cientos de pedazos delante de sus ojos, él se rompe a la vez, (…) El autor de este libro se define poeta barroco. El libro lo es pero de una manera que no asusta y entorpece su lectura. No esconde y sí muestra.
La poesía, casi siempre, dice más de lo que dice el poeta. Leed este poema (claro que también podríais leer el titulado Gran ganga o El hueco del moribundo, o ... mejor, comprad el libro y leedlo todo)
VERDURAS DE LAS ERAS
En su copla XVI, Jorge Manrique
carga contra la mentira de la cortesanía y los placeres de salón
con una de sus imágenes descendentes, brutalmente expresivas,
verduras de las eras,
y, caso paradójico, lo que para el poeta fue materia de filípica,
excusa para desenmascarar la fauna pomposa que nos rodea,
fue para mí, nada menos, que el sorbo de la infancia,
ese espacio de delirio y libertad que justifica el haber estado vivo.
Cuando era niño, mi casa se levantaba solitaria entre descampados,
me rodeaban trochas, barbechos, calvones resecos que morían inservibles,
salvo una vez al año, en la bendición equinoccial de la siembra,
cuando rugían en bandadas los tractores y su insolación
se aliviaba con la cópula del trigo,
allí se me tiñeron las manos, los ojos, del carbón de los olivos, se me enquistó el corazón del tamo y la caña de los cardos, allí jugando las horas muertas a la “batalla de espigas”,
al balón y las bicicletas
me crié tan asilvestrado, tan bastardo convencido de la lluvia y el sol,
supe de mí que ya sería tirando a insociable,
sentimentalmente montaraz,
que perdería los epicentros de mi vida solo en recintos abrasados
mientras adentro me medía con el navajazo de los instintos.
Hoy, que han saqueado mi reino con corralones, con pardas edificaciones chatas
y la memoria de mis pasos se extravía en cagajones de cemento,
veo muros adentro esas eras y las sigo considerando peculiares, mías,
la habitación propia que se urden en el sótano todos lo chiflados,
puedo, por privilegio del ocio y el aburrimiento, darme el lujo de alguna evocación
de una retrospectiva que no consuela, ni menos aún enseña,
por más que sepa que ninguna de aquellas horas me será devuelta,
que estas desbocadas del recuerdo como menstruaciones tímidas
son también devaneos, cotizaciones a plazo fijo de los cementerios.
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